Eva mira a sus hijos
y teme que haya guerra
entre un Abel sonriente
y un Caín algo serio.
Se lo dice a Adán
y Adán no le contesta
porque aún se siente barro
en su cuerpo algo inerte.
Eva corre por los prados,
grita a Dios como una liebre,
levanta altos sus brazos,
deja libre su melena.
Pero el Señor no escucha
a una mujer que quiere
parar la guerra entre hermanos.
Eva sigue con carreras
más vieja en sus paseos,
pero nadie la consuela.
No hay más madres que lloren
porque solo está Eva
en un paraíso de hombres
que juegan a hacer guerras.
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