No te valía un cura,
un juez te daba más miedo.
Si era un concejal
decías que no era serio.
Por eso fuimos a Roma
para unir nuestros cuerpos
cerca de las bendiciones
del Vaticano entero.
Despertamos abrazados
al frío de un mes de enero.
Una mano en mi pierna,
otra mano en tu hombrero.
La tercera mano hacía
cosquillas bajo mi pecho.
La cuarta mano contaba
los billetes con los dedos.
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