Siempre como nuevos, como decía mi ex mujer. Ella tenía una obsesión con los zapatos relucientes, y no descansaba hasta que los míos parecieran espejos. Siempre me los limpiaba minuciosamente antes de follar. "¡Un hombre se mide por el brillo de sus zapatos!", solía decirme mientras me pasaba el cepillo con una precisión militar, después de desnudarme como a un niño, con sus manos expertas en mi cuerpo.
No es de extrañar que ahora, cada vez que veo un par de zapatos sucios, sienta una punzada de culpa y me ponga a lustrarlos como si mi vida dependiera de ello. Siento un gran placer al limpiarme los zapatos. Cierro los ojos y veo los dedos largos de mi ex mujer terminados en uñas postizas limpiando y limpiando y limpiando. Siento sus uñas arañándome los tobillos, huelo su perfume Don Algodón. Siento mi excitación creciente producto del recuerdo de mi ex generala. ¡Cuánto la quise! Pero aquello se acabó...
Así que aquí estoy, en esta isla paradisíaca, con mis zapatos tan brillantes que podría usarlos para hacer señales a los aviones. Los he dejado apoyados en el tronco de una palmera, esperando que el sol tropical haga su magia y los seque bien. Mientras tanto, me preparo para mi ritual matutino: lanzar con fuerza la botella al mar, como si fuera un mensaje en una botella, y darme un chapuzón desnudo en las aguas cristalinas antes de disfrutar de mi desayuno de leche de coco.
La verdad es que este lugar es un paraíso, pero no puedo evitar pensar en cómo llegué aquí. Todo comenzó con una discusión sobre, lo has adivinado, zapatos. Mi ex mujer insistía en que comprara un par nuevo para una boda, pero yo, terco como una mula, me negué. "Estos están bien", le dije, señalando mis viejos pero bien lustrados zapatos. "¡Parecen nuevos!" Ella no estaba convencida, y bueno, digamos que esa fue la gota que colmó el vaso.
Pero fue generosa. Antes de firmar el divorcio accedió a hacer una despedida con un polvo. Me prometió no pegarme mucho. Solo me daría unos zapatillazos en el culo y me mordería los cataplines un poquito, como a mí me gustaba. Dejaría que Toby, nuestro perro labrador, estuviera presente porque siempre lo tuvimos de mirón. Por eso, no podía faltar el día de nuestra despedida.
Ella estaría vestida de enfermera, con aquel uniforme cortito que compró el año en que nos casamos para celebrar los carnavales en la calle de La Torre de La Coruña. También vendría con las joyas de mi madre. Quería lucirlas desnuda, hacer saltar los collares de perlas sobre sus pechos desnudos mientras me cabalgaba con su estilo de potrilla.
Así lo hicimos. Fueron cinco polvos en una noche que terminó con un desayuno en la cama. Con ese desayuno de pizza que parecía más una comida que un desayuno, pero que a mi ex devoraba, convencida en que los hidratos de carbono iban directos a un aumento de caderas. Mucha pizza, mucho culo, decía.
Ahora estoy en mi retiro autoimpuesto, lejos de las discusiones sobre calzado, lejos de los polvos con nuestro perro ladrando y mirando y lejos de las miradas de desaprobación. He aprendido a disfrutar de las pequeñas cosas, como el sonido de las olas, el canto de los pájaros y, por supuesto, el brillo de mis zapatos. A veces me pregunto si mi ex mujer estaría orgullosa de mí. Probablemente no, pero al menos mis zapatos están impecables.
Después de lanzar la botella con un vigor que solo se consigue tras años de frustración acumulada, me sumerjo en el agua. Es refrescante y revitalizante, y por un momento, me olvido de todo. Al salir, me seco al sol y me dirijo a la palmera donde mis zapatos descansan, brillando bajo el sol como dos joyas.
Me siento en la arena, abro un coco y bebo su leche, saboreando cada gota. La vida aquí es simple, pero tiene su encanto. Y aunque a veces echo de menos la compañía de una mujer, sé que estoy mejor así. Al menos, mis zapatos siempre estarán como nuevos, y eso es algo, ¿verdad? Ya volveré a follar algún día. No tengo prisa. Y menos prisa tengo por volver a ser el hombre de los zapatos limpios del Barrio de las Flores.
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